POR: CLARA VILLAREAL
LA COLUMNA
Hay cierta sensación de incomodidad cuando todos están reunidos y nosotros, aparte. Cuando la mayoría están casados, o tienen pareja; cuando empiezan a llegar los hijos, el primero, el segundo, el que completa la familia. La soledad nos hace sentir mal.
Sin embargo, este malestar inicial no quiere decir que “algo ande mal”, de inicio porque es imposible estar solos. En el sentido más estricto, jamás lo estamos. Tenemos familiares, vecinos, colegas, conocidos, y una lista interminable de contactos en el celular. Vivimos en metrópolis cada vez más pobladas y complejas. No estamos solos.
Así que es importante diferenciar entre soledad y aislamiento social. El aislamiento social sí puede hacernos daño, porque necesitamos unos de otros para sobrevivir. Pero la soledad, cuando la manejamos bien, puede abrirnos un espacio magnífico para el crecimiento.
Esta última cala en un inicio, nos da miedo, porque es imposible mentirnos a nosotros mismos. Sabemos lo que estamos haciendo bien y lo que va mal, tenemos plena visibilidad sobre quiénes somos y nuestras capacidades en su justa medida. Pero una vez superada esta sensación ganaremos un gran conocimiento sobre nosotros mismos, tendremos control sobre lo que nos altera y creceremos como nunca antes. La soledad es la plataforma de la madurez emocional.
En soledad aprendemos a estar con nosotros mismos, a amarnos, a aceptarnos y, si somos completamente honestos, ¿cómo podríamos estar bien con alguien más si no lo estamos con nosotros mismos?
Abrazar la soledad es aceptar nuestra libertad, con los límites y responsabilidades que esto implica. Es saber que la responsabilidad de nuestro bienestar emocional, económico, de salud y sensación de felicidad no depende de nadie más que de nosotros mismos. No es justo establecer una relación de pareja por salir rápido de la soledad, y encima exigirle a la otra persona que se encargue de satisfacer todas nuestras necesidades, pero además que nos haga felices.
Se puede amar sin depender cuando cada quien tiene una vida plena, es capaz de dar, y al mismo tiempo de recibir. Una relación de pareja sana funciona cuando hay una entrega mutua sin dependencia. Y para llegar a eso, primero, hay que aprender a estar solos. No significa estar encerrados en una habitación o bloquear nuestras redes sociales. Se trata de asumir lo que nos corresponde, aunque pese, y tener cada día algo qué hacer, con una intención y un propósito grande, trascendente.
¿Cuál es este propósito de vida? Eso solamente puede saberlo cada quien, y la respuesta solo puede surgir desde el silencio de la soledad.
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