Susana Valdés Levy
A FIN DE CUENTAS
Antes de entrarle con singular glotonería a las comilonas de esta temporada navideña, vale la pena pensar un poco.
En el tema de la alimentación, el mundo enfrenta paradójicamente dos problemas que cuestan vidas: hambre y obesidad. Lo curioso es que ni uno ni otro tienen que ver con la disponibilidad de alimentos. En el caso del hambre, la causa estriba en aberraciones políticas y económicas (léase corrupción y pobreza); mientras que en el caso de la obesidad, las razones son por lo general, psicológicas y antropológicas.
Es cierto que, en cuanto a la disponibilidad de alimento y en el caso del hambre particularmente, también intervienen factores ambientales tales como sequías, inundaciones, terremotos, plagas, etcétera; factores todos que suelen afectar más dramáticamente a los países que, debido a los atrasos en cuanto a política y economía, carecen de infraestructura y no pueden resistir los embates de esos fenómenos naturales. Por eso, cuando dichos cataclismos pasan, el hambre prevalece.
Por otra parte, la perspectiva antropológica y psicológica de la obesidad es interesante como teoría porque parece tener su origen en una discrepancia evolutiva. Nunca, en toda la historia de la humanidad había habido tantos casos de obesidad en distintos grados y hasta la morbidez. Esto es porque comer nunca había sido tan fácil y tan carente de significado como lo es ahora y, en consecuencia (y este es el meollo del asunto), le hemos perdido el respeto a la comida y al hecho de alimentarnos. Esto quiere decir que nuestra relación con la comida cambió más rápido que los cambios evolutivos de nuestros cuerpos y metabolismos. Y es que dichos cambios biológicos-evolutivos, pueden tomar cientos de miles, si no es que millones de años.
En el pasado, para nuestros ancestros “cazadores-recolectores”, era considerablemente difícil conseguir alimento. Hacerlo implicaba un gran esfuerzo físico, un riesgo con peligro de muerte. Había que adentrarse en los bosques o las junglas, pobremente armados para enfrentar a las bestias o encontrar bayas y frutos; había que competir por la comida con otras especies; había que sortear las inclemencias del clima, el juego de la caza era “matar para comer, o morir y ser comido”.
El enfrentamiento con las presas era brutal, lleno de sacrificio y sufrimiento, tanto para la presa como para el cazador y por ende era sumamente significativo.
La preparación del alimento, lenta y rudimentaria, era también parte de la hazaña, que, dicho sea de paso, implicaba quemar muchas calorías; había un frágil equilibrio entre el esfuerzo para conseguir alimento y la energía que ese alimento proveía. Por eso, cuando para la tribu o el clan llegaba la hora de reunirse en torno al fuego para comer, el momento se convertía en un verdadero ritual, porque para llegar a ese punto, se había pasado por “sangre, sudor y lágrimas” y se tenía plena consciencia de lo que un bocado de alimento representaba.
Hoy en día no es así. Desde la industrialización de la comida y la producción masiva y en serie de alimentos, con crianza sistematizada, matanza y procesamiento tecnológico del alimento, rara vez pensamos en cómo opera la cadena alimenticia. Servir los alimentos dejo de ser ritual y de ahí le hemos perdido el respeto a la comida: casi nadie los bendice y muy pocos los agradecen. Digamos que, en estos tiempos, comemos con promiscuidad. Estamos aislados del proceso y no vemos lo que implica, más allá de ir al supermercado o a un restaurante, el tener un plato de alimento frente a nosotros.