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La muerte le salvó la vida (Basada en hechos reales)

21 de enero de 2021 por Susana Valdés Levy

Susana Valdés Levy

A fin de cuentas

Beth siempre llegaba muy temprano y se sentaba en la fila de enfrente, justo al lado del escritorio de la maestra en el salón donde tomábamos la clase de Desarrollo Humano, en el Colegio Comunitario de Austin. Yo era en promedio, unos veinticinco años mayor que el resto de mis jóvenes compañeros de clase, cosa que seguramente les intrigaba tanto a ellos como a mí, me daba una perspectiva única respecto al contenido de esa materia en particular. La personalidad de Beth me parecía diferente a la de los demás. Ella ponía mucha atención a la clase y le gustaba preguntar y comentar sobre algunos temas. Pero, cuando lo hacía, su lentitud en el habla y la forma en que arrastraba ciertas palabras no eran del todo “normales”. Era diferente porque, para la gran mayoría, la clase era solo una asignatura “de relleno” u optativa en el programa de la carrera y los temas de la materia les aburría, mientras que Beth mostraba un especial y curioso entusiasmo e interés en cada detalle.

Beth es una chica pálida y nunca usa maquillaje, con cabello liso de color avellana que siempre lleva suelto y llega hasta su cintura. Tampoco se esmera mucho en su forma de vestir, usa casi siempre diminutos shorts y camisetas de algodón en colores que nunca combinan bien y muestran sus larguísimas extremidades blancas como el requesón; además de que por lo general, lleva puestas unas chanclas tipo “pata de gallo” desgastadas del talón. Lo cual no es raro entre los jóvenes de Austin que parecen competir para ver quién puede ser más fachoso. Sin duda Beth ocuparía algún lugar en el “top ten”. Sin embargo, parecía una chica ingenua, dulce y muy aplicada en su afán de aprender. Pero Beth, no era la que alguna vez fue.

Resulta que algunos años antes, Beth era una típica adolescente texana hija de familia disfuncional. No había cumplido aún los diecisiete años cuando al inicio del high school ya se había enredado en el consumo de drogas, alcohol y una vida sexual activa, precoz y promiscua. Sus padres no eran mejores. A los dieciocho años Beth ya era una adicta y a los diecinueve había caído en las garras de un explotador que regenteaba chicas jóvenes para trabajar en antros nudistas de mala muerte como strippers, bailarinas o prostitutas a cambio de drogas, alcohol y un cuartucho miserable donde mal dormir. El maltrato, el abuso, la explotación y la violencia aunada a su adicción literalmente se habían convertido no solo en un círculo vicioso, sino en un verdadero remolino infernal.

Una madrugada, presa de la psicosis, la paranoia, el terror y el asco por la vida, ebria completa y drogada, Beth se subió a un auto y condujo a toda velocidad rumbo al sur por la autopista I-35. Al pasar por un puente elevado se estrelló contra un muro de concreto. Lo demás es solo una suposición: digamos que los paramédicos tuvieron muchos problemas para sacarla del auto convertido en un gigantesco acordeón. La llevaron a la sala de emergencias de un hospital cercano donde los médicos no sabían ni por dónde empezar debido a las incontables fracturas y lesiones. Además, debe haber sido una difícil decisión intervenirla quirúrgicamente de emergencia debido a su extremo estado de intoxicación. Pero, era eso o simplemente dejarla terminar de morir a los veinte años, bañada en sangre sobre una camilla. Si le hubiesen preguntado y ella hubiera podido responder, seguro Beth habría elegido no vivir más. Luego de la intervención quirúrgica y no sé si en un coma producido por los golpes y la sobredosis o inducido por los médicos, Beth quedó enyesada de pies a cabeza, conectada a un ventilador y sondas, alimentada por sueros intravenosos, y con un pronóstico incierto. Así pasó un año en el hospital, sola e inconsciente.

Dicen que en el transcurso de ese año había voluntarios que se sentaban junto a ella y leían pasajes de la Biblia en voz alta, otros simplemente oraban por ella mientras los médicos y enfermeras del hospital público le daban los cuidados necesarios para medio mantenerla con vida. Cuando despertó, muchos meses después, tenía todavía un largo camino por recorrer, debía volver a aprender a hablar, a caminar, a leer y a escribir… pero sobre todo, debía volver a aprender a vivir. Alguien la convenció de que, para que eso fuera posible, debía entender que la Beth que antes fue había muerto entre los fierros retorcidos de un automóvil, se había ido para siempre y debía perdonarla. Beth debía entender que la muerte le había salvado la vida aquella madrugada. Y fue así como Beth volvió a nacer.

Ahora, es una mujer completamente sobria, estudia psicología, se ha casado, tiene un hijo y ya no vive en un remolino infernal a altas velocidades, sino que navega en una vida de paz… quizás un tanto cuánto lenta, pero en equilibrio y paz, llena de interés por el milagro de la vida, el desarrollo humano y las nuevas oportunidades.

Categoría: Columnas

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