ÑAM ÑAM
POR CYNTHIA ROBLES WELCH
Recién levantada en la mañana, modorra y despeinada, con los ojos a medio abrir camino hacia la cocina y encuentro una veintena de juguetes por doquier. Un paso antes de llegar al refri, ¡ouch!, un intenso dolor en el pie, lo levanto y veo un lego incrustado que detona de mi boca: ‘‘Roccoooooooooo’’, de esos que tienen un tinte de dolor y otro de de-sesperación.
¿Cómo es que llegamos cada año a acumular tanta cosa? Plastiquitos, plasticotes, juguetitos y juguetotes que creo que sólo fueron tocados por las manos de mi hijo un par de veces. Analizo y no hay forma de parar esta locura del consumismo desmedido. Yo no soy muy asidua de comprarle juguetes, mi pasión es comprarle libros.
Entre los regalos de la familia, las piñatas y las visitas esporádicas a alguna feria me doy cuenta de que aunque uno intente parar el consumismo, a veces éste se cuela, por lo que activo mi escudo protector hablando con él de las pequeñas cosas de la vida.
Hace unas semanas tuvimos la fortuna de hacer un viaje a la playa, Rocco llevaba justo lo necesario para subsistir: un par de libros, unos cuantos legos; suficiente. Suelo viajar sin aparatos electrónicos y menos cuando es con la familia, para que logremos conectarnos con la naturaleza, y esta vez no fue la excepción. A veces, reconozco, sí es cansado, pero el ‘‘veo, veo’’, las adivinanzas y los acertijos son mi salvación.
Desde que llegamos al mar invariablemente resulta expansivo verlo jugar con las olas, juntar piedritas, conchas y cualquier cantidad de cosas que se va topando en el camino.
‘‘Mira mamá cangrejos, oaoooo…’’, y sus expresiones son de locura.
Mi experiencia favorita fue ponernos a partir almendras con piedras a la orilla del mar, costumbre que con nostalgia y cariño recuerdo de mi niñez. Mi hijo, a su vez, maravillado, como logrando pepitas de oro que podía comerse, y no
había más.
El éxtasis del viaje fue cuando se me ocurrió hacerle notar que todas las palmeras tenían muchos cocos. “¿Cocos mamá?’’ Y por la “ideota” de la mamá, todavía le sugiero al conductor: “Andale, paremos el auto y bajemos por uno”.
Parados bajo un cocotero repleto, me entró el nervio de que uno fuera a caernos, así que mi idea me empezó a causar estrés. El niño feliz, escogiendo entre los cocos que ya estaban en el piso. Tomó uno entre sus manos y le nació el amor por su coco.
A donde íbamos quería llevarlo; el coco y él se volvieron inseparables, hasta durmió con él. De regreso a casa, me dijo: ‘‘Mamá, me quiero llevar a mi coco a Monterrey’’. Ya me veía yo en el aeropuerto con mi hijo y coco, pero al final le cumplimos su deseo; llegando al aeropuerto se hicieron los trámites necesarios para que el coco pudiera volar hacia Monterrey. Sin embargo, al pasar la banda de seguridad, aunque ya lo habían autorizado, nos confiscaron el coco, porque tenía agua en el interior. ¡Increíble!, la cara de Rocco se tornó triste y no paró de llorar. Me pidió, incluso, que le tomara una foto con su coco, aunque después de un rato ya andaba en otra cosa, la pasión y el amor que le causó el coco me hizo preguntarme: “¿se puede amar tanto a un coco?”.
Llegando a Monterrey le conseguimos otro y él muy feliz lo recibió. Ahora mismo el coco está en la entrada de la casa y Rocco se encarga de darle la bienvenida todos los días, constituyendo un momento memorable de su vida. Creo que en algunos años esta anécdota será una llave para conectarse con su esencia.
Hoy en la mañana, cuando me desperté y caminaba a paso firme hacia el refrigerador, modorra y despeinada, a paso firme, de repente volví a gritar: ‘‘Roccooooo’’, ya no era un lego, ahora fue un caracol que estaba incrustado en mi pie.
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