Hay lazos que sobreviven al paso del tiempo, a las distancias y a la memoria, esos son los que nos dan la felicidad y hacen bonita nuestra existencia.
Muchos surgen durante la infancia, y es cuando más genuinos son, pues es la inocencia, la bondad y el cariño sincero y desinteresado los que tienen más posibilidades de estar presentes.
Es aquí donde, se quiere por lo que se es, solo porque el corazón lo dice.
Una amistad que logra sortear los obstáculos de la vida diaria, del mundo real y sus responsabilidades, cimentada en la comprensión y en un afecto honesto, tiene grandes posibilidades de ser verdadera y mantenerse firme.
Y doy fe, pues al día de hoy tengo grandes amigos que me han acompañado a lo largo del tiempo, a quienes conocí en mi etapa escolar.
Una de mis amigas fue mi compañera en el kinder y compartimos el recuerdo de una vez que me quise brincar la barda de malla ciclónica y me hice una cicatriz en el brazo, que claro, aún es visible. Dice que fue necedad mía, yo digo que ella me impulsó a hacerlo, en fin.
También recuerdo el día que una niñita se cayó de la silla donde la paró la maestra para tomar la foto grupal, también en el kinder; hoy ella, además de ser un contacto profesional, ha sido guía y apoyo en importantes momentos para mis hijos y para mí.
Así, veo como ahora, mis hijos, poco a poco experimentan lo que es la amistad.
En su escuelita anterior, mi hijo conoció a un niño con el que tuvo muy buena conexión, también hubo otros compañeritos que ocuparon un lugar especial; pero esta era una amistad de esas donde hay lealtad, cariño y complicidad.
En la despedida hubo lágrimas y abrazos por ambas partes, y también la esperanza de coincidir nuevamente en un futuro no muy lejano, pero ahí vamos de nuevo, la vida de los adultos, sobre todo, de quienes somos padres, es complicada.
Pero a veces ocurren cosas, hay sorpresas y situaciones especiales, en donde todo se acomoda y funciona como si fueran engranajes de reloj suizo.
Fue así que, un día, recibí la llamada de la mamá de ese niño especial para invitarnos a su fiesta de cumpleaños, pues dijo, el festejado tenía muchas ganas de ver a mi hijo, y también, mucho tiempo esperando a que esto fuera posible.
Por supuesto que confirmamos la asistencia, y me reservé la información hasta el último momento, y así fuimos a comprar un regalo sin que mi criatura supiera quien era el destinatario.
Se llegó el día y ahí estábamos dentro del auto, en el estacionamiento, a unos metros y a pocos minutos para entrar, esperando el momento preciso para revelarle el misterio.
Para ese momento mi chamaquito, ya sabía que era una fiesta de cumpleaños por la bolsa de regalo que llevábamos.
En esas estábamos cuando de repente, de un auto que se estacionó frente a nosotros, bajaron los papás con el festejado.
La cara de mi retoño se iluminó y brincoteó sentado en el asiento del auto mientras señalaba al niño repitiendo su nombre.
Nos bajamos, entramos y a partir de ahí todo fue risas y alegría, por supuesto, lo primero fue un fuerte abrazo después de un buen tiempo de no verse; de esos abrazos cálidos, sinceros, de los que dan los niños a quienes son importantes para ellos.
Aprovecharon el tiempo al cien, y en compañía de otros jugaron, brincaron y se pusieron al día con diálogos cortos pero concisos; y lucieron tan amigos como si la distancia nunca hubiera estado presente.
“Mañanitas”, pastel, la “¡mordida, mordida!” y las fotos del recuerdo siguieron después; y al final, un abrazo de despedida, esta vez sin llanto, con la promesa de verse pronto, ahora, más pronto que antes.
Durante el trayecto a casa no hubo lágrimas como en aquella ocasión, sino mucha plática, risas, y planes a futuro, con la certeza de un futuro reencuentro, que esperamos sea en corto tiempo. Mi niño lució una gran sonrisa, reflejo de su corazón contento.