A todos nos gusta y nos halaga que se nos reconozca como un primer lugar en algo, siempre y cuando ese “algo” sea algo bueno. Pero buscar siempre los primeros lugares tiene sus pros y contras, porque ese afán por ser el o la mejor se puede convertir en una obsesión que nos distingue a tal grado que nos aísla de los demás. También puede convertirse en soberbia y vanidad, lo que invariablemente genera enemigos.
Y es que hay un punto clave: no es lo mismo ser competitivo que ser competente. Competir implica esforzarse por ser mejor que los demás, mientras que ser competente se trata de superarse a uno mismo. Tampoco es lo mismo comparar que colaborar… Y, sin embargo, vivimos compitiendo y comparando, en ocasiones sin recato ni pudor.
Más temprano que tarde, queda bien claro que cooperar es mejor, que en equipo se logra más y que los frentes comunes son siempre más fuertes que las luchas individuales. Es cierto que resulta bueno saberse bueno, pero es mejor si se es bueno con modestia y sencillez, porque ser bueno, o más aún, “ser el mejor” o el “primer lugar” implica una responsabilidad más que un simple rasgo de superioridad. No hay que olvidar que muchas veces la competencia feroz suele acarrear animadversión y conflicto. Sucede también que “quien te encumbra, te tumba”.
Quien tenga un “primer lugar”, ya sea como individuo o como sociedad, debe asumir su deber más que presumir su saber, sin vanagloriarse, aferrarse ni obsesionarse con la posición que ocupa. Y mucho menos —desde dicha posición— descalificar el esfuerzo y el trabajo de los demás. Un bello verso del poeta León Felipe dice: “Voy con las riendas tensas y refrenando el vuelo, porque no es lo importante llegar primero y solo, sino con todos y a tiempo.”