La celebración del nacimiento de Jesús, las hojas secas que despiden el otoño y abren paso al frío invierno, las reuniones familiares y los últimos días que le dan el adiós a un año… quizás sean los motivos por los cuales las historias de Navidad quedan muy guardadas en el corazón. En esta época de regocijo, pero también de reflexión y empatía, algunas damas de esta frontera comparten esos momentos, de tristeza, de alegría o de satisfacción que no olvidarán jamás y que les dejaron una gran enseñanza.
¡Feliz Navidad mamá!
Era 24 de diciembre de 1994. La cena, que había reunido por primera vez en varios años a toda la familia, recién había terminado. Faltaban algunos minutos para las doce, momento ansiosamente esperado por mis sobrinos, ya que sería hasta entonces que podrían abrir los regalos que se apilaban bajo el árbol de
Navidad.
Junto con mis cuñadas, despejaba de la mesa del comedor lo que aún quedaba de los diferentes platillos de la cena navideña. De repente, se escuchó la palabra mágica: “¡Las doce!”, y aquello fue como un grito de batalla para que los niños corrieran hacia el árbol a buscar los obsequios que a cada uno correspondía.
Hubo necesidad de frenarlos y decirles que primero dieran el abrazo de Navidad; lo hicieron con verdadera prisa para retornar a su ansiada búsqueda.
Mi madre estaba sentada en un sillón de la sala con una bata rosa, lucía tal delgadez y fragilidad que cualquiera que la conociera y no hubiera convivido con ella el último año, seguramente hubiera tardado en reconocerla. Poco quedaba de la mujer alta y robusta que había sido gran parte de su vida.
Me acerqué a ella con un regalo, se lo puse en sus manos, le di un beso y le desee: “¡Feliz Navidad mamá!”. Como si fuera niña empezó a romper el papel con ansiedad, no pude evitar sonreír al recordar sus actitudes de antaño de abrir regalos con cuidado, para poder usar otra vez el papel y el moño. Cuando vio el contenido que era un suéter, pareció perder el interés, que despertó nuevamente cuando uno de sus nietos se le acercó y entregándole un paquete envuelto le dijo: “Este es para ti abuelita” .
En varias ocasiones, durante esa noche, mi madre disfrutó de manera ansiosa la apertura de regalos, en lo personal no podía dejar de advertir la naturalidad con la que los grandes y pequeños de la familia habían aceptado su situación actual; y como unos y otros al acercarse a ella se identificaban, encontrándose con su mirada de reconocimiento o con su indiferencia. De repente, volteó hacia mí y preguntó:
-”¿A qué horas me vas a dar de comer?”
-”Ya comiste mamá”, le contesté.
-”No seas embustera”, replicó.
-”Mira, hasta te manchaste cuando comías”, le volví a repetir señalándole su bata.
“Embustera”, insistió.
Mas tarde, cuando la tranquilidad había retornado a la casa, y tanto mamá como yo descansábamos, evoqué el difícil proceso de asimilación que como familia habíamos atravesado en los últimos meses. No fue sencillo para cada uno de nosotros aceptar que mi madre no volvería a ser la misma, le habían diagnosticado Alzheimer. Los estudios que le practicaron mostraban la destrucción de células en el cerebro y a diferencia de otras enfermedades que había padecido, el pronóstico de su evolución no era promisorio, su mal sería progresivo.
El deterioro físíco y mental de mi madre fue gradual, pero inexorable. Las entradas y salidas al hospital se sucedían cada vez con mayor frecuencia, ella había dejado de distinguir el día de la noche y a todas horas reclamaba atención.
Aminoraba la carga el tener a Vicky en casa y en los últimos meses una enfermera de noche. Afortunadamente contaba con la atención del Hospital de Pemex; yo vivía a su lado, pero al igual que todos los miembros de la familia necesitábamos trabajar.
Entre las desveladas y la presión del hospital que requería que hubiera una persona acompañándola cuando estaba internada, llegué a sentirme realmente agotada, hubo ocasiones que simple y sencillamente no deseaba levantarme.
Precisamente fue el doctor Eliud Robles, médico geriatra, quien me invitó a formar parte del grupo de ayuda para familiares con enfermos de Alzheimer, que él coordinaba, lo que vino a representar en cierta medida una especie de salvavidas que me mantuvo a flote en momentos que sentía hundirme.
Gracias a ellos obtuve información acerca de la enfermedad que afectaba la salud mental de mi madre, tomar sus reacciones y conducta como algo propio de su condición y mostrarme más comprensiva y tolerante con la misma.
Por otro lado, el escuchar las vivencias de otras personas que atravesaban por una situación semejante o peor que la mía me permitió comprender que no estaba sola, constituyendo un verdadero aprendizaje la forma como cada uno enfrentaba su particular situación.
La Navidad de 1994 fue la última que mamá pasó a nuestro lado. Dos meses después alcanzaría a mi padre, en otra clase de vida fuera de la terrenal.
El recuerdo de mi madre se forma por un antes y un después de la enfermedad de Alzheimer; pasé de ser la persona cuidada y atendida para convertirme en cuidador.
Una enfermedad pone a prueba la unión familiar, así como nuestra fe, paciencia y capacidad de amar. Afortunadamente salimos airosos. Doy gracias a Dios por la madre que tuve, admito que su enfermedad fue la que me permitió demostrarle un amor que no supe expresar cuando estuvo en la plenitud de sus sentidos, y sé que ella lo sintió, no obstante lo nebulosa que pudiera estar su mente antes de partir.
La ilusión de los niños
El 24 de diciembre de 1995 recuerdo una Navidad hermosa con mis hijos Homero, de 8 años de edad, Martha Andrea, de 6, y Juanito de apenas dos.
Ya iban a la escuela y sabían escribir, así que le hicieron una extensa carta a Santa Claus pidiéndole una larga lista de regalos.
Como es la costumbre, tenían que dormirse temprano con la ilusión de que al día siguiente, muy tempranito, encontrarían bajo el pino todos los juguetes que habían pedido.
Como madre les explicas que debían portarse bien para que el hombre regordete cumpliera sus deseos, de lo contrario iría borrando de la lista los juguetes solicitados.
Muy felices porque según ellos eran unos niños buenos, antes de irse a la cama escribieron una tercera carta para Juanito.
Los papás, les dije a mis hijos, tenemos que esperar a Santa para abrirle la puerta, pues nosotros no tenemos chimenea. Claro que teníamos que cerciorarnos de que los pequeños no estuvieran despiertos husmeando por la cerradura de la puerta y confirmar que estuvieran bien dormidos.
Nos acostamos bien tarde, pasaba de la medianoche. Por supuesto que ellos se despiertan a los cinco de la madrugada y los papás están como zombies; sin embargo, sólo de ver el ánimo y la ilusión con la que te piden que los acompañes al pino para ver sus juguetes, te motiva a dejar de lado la pereza.
Estaban felices, pero les pedí que no despertaran a Juanito, pues al fin y al cabo que él ni había escrito carta, pero con firmeza me respondieron Homero y Martha Andrea: “No, mamá, despierta a Juan porque sí le trajeron regalos, ya que nosotros, juntos, le escribimos una carta y la dejamos en el arbolito de mi abuelito Homero”.
“A poco mi amor”, les contesté desconcertada. Claro, después de esta respuesta inusitada no tuve más remedio que levantar a Juanito de la cama, somnoliento, para que los tres, en familia, viviéramos la ilusión y la magia de la Navidad.
Con Juanito cargado en mis brazos, la carita de mis hijos no la puedo olvidar. Sus ojos muy abiertos y la felicidad irradiándolos.
De pronto, junto al pino, Martha Andrea se voltea hacia Homerito y le dice: “¡Qué raro hermano a Juan le trajo otras cosas, nada de lo que pedimos para él!”.
Después de observar detenidamente todos los juguetes, Homero responde: “No importa Churys, es que a Santa se le acabaron de los otros juguetes y le trajo todos estos…”.
En ese momento, viendo a mis hijos pensé: Qué hermosa es la ilusión y que bella la inocencia.
Lo que siembras cosechas
Hace mucho tiempo, Aideé deseaba estudiar para poder compartir con su familia y con su hermana Brenda un futuro lleno de comodidades, por lo que se dio a la tarea de prepararse, con el deseo siempre de que sus papás se sintieran orgullosos de ella y de su hermana. Como su familia sacrificaba el tiempo de estar con ellas por trabajar, su mamá estaba en un juzgado y, por consiguiente, atendía muchos casos de familias desintegradas, lo que la motivaba para darles a sus hijos una buena formación y crecieran en un ambiente de paz y armonía.
Pasó el tiempo y Aideé se convirtió en una profesionista y estaba al tanto de sus padres y de su hermana.
Su calidez humana hacía que su trabajo fuera más llevadero y no sentía ningún sacrificio a pesar del cansancio, pues creó un ambiente muy agradable en su área laboral.
A Aideé le fomentaron valores familiares y su casa la ha impregnado de armonía, amor y comprensión.
Su espíritu navideño está muy arraigado y lo alimenta con toda aquello que huele a Navidad: en su casa coloca por todos lados velas aromáticas, se escuchan villancicos y la decora armoniosamente con adornos alusivos a la temporada, llenándola de brillo y color.
Ella quiere que el Niño Dios esté feliz en su entorno, siguiendo la tradición de que Santa estará presente alegrando tanto su hogar como el de la gente que está a su alrededor.
Si hay felicidad plena, Dios está en el corazón de las personas y lo mejor es que todas gocen de este espíritu para llenarse de amor y, en consecuencia, de armonía.
Su interés por mantener el espíritu navideño la llena de dicha y la hace ser mejor persona, dándole la oportunidad de repartir amor al mundo entero.
‘Mi hijo, el mejor regalo’
La Navidad representa una fecha muy especial para nuestra familia.
Es una época de nostalgia, añoranza, tristezas, alegrías y emociones encontradas. Y más que intercambiar regalos es el momento para reconciliarnos, para perdonar y, principalmente, para recordar el verdadero sentido de la Navidad: El nacimiento de nuestro Señor Jesucristo.
Precisamente fue una Navidad, en el año de 1987, cuando recibí un hermoso regalo. La llegada de mi hijo: Jesús Alberto.
Recuerdo que me encontraba con mi esposo en casa de mi mamá, estaba toda la familia reunida, aún éramos jóvenes y no había sobrinos; mis padres todavía no eran abuelos.
Yo esperaba la llegada de mi primer hijo y ya me había dicho el doctor que en algunos días más días podía nacer mi hijo.
Y fue precisamente esa noche del 24 de diciembre cuando me empezaron los dolores y se me reventó la fuente. Fue una locura, todo mundo nervioso, no sabían qué hacer, y quizás suena chistoso pero fue la realidad, todos corrieron a sus carros para irnos al hospital, pero de mí nadie se acordó y fue un amigo de la familia el que terminó llevándome al hospital.
Como regalo, el 25 de este mes recibí a mi Jesús Alberto, quien llegó para alegrar nuestras vidas.
Es el primer nieto de mis padres y el más consentido. ¡Me ha dado cada dolor de cabeza..! pero también muchas satisfacciones.
Así que ahora cada vez que se acerca la Navidad, siempre hay doble motivo para celebrar.
El nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo y el de mi hijo.
Un padre nunca se olvida
Nunca imaginé que la Navidad de 1997 sería la última con mi papá, y un mes después falleció inesperadamente: el 24 de enero de 1998.
Me encantaría decir que esta foto fue realmente tomada, pero no fue así. Es un intento de fotomontaje derivado de mi imaginación. Es un momento que yo misma he creado, que revivo, que sueño y que en Navidad me inspira a reflexionar y guardar lo más hermoso que mi padre me heredó.
Mi padre, Salvador Medina Esparza, nació en la ciudad de Aguascalientes. Fue un hombre honesto, bueno, de noble corazón, dispuesto a ayudar a quien lo necesitara, súper juguetón y bromista; siempre alegre. Hasta parecía que su obligación en esta vida era sacarle una sonrisa a cada persona con la que estuviera.
Tuvo seis hijos: Blanca Alicia, Susana, Salvador, Norma Angélica (mejor conocida como Beba, ella es el ángel que Dios nos envió), Juan Alfredo y yo.
Mi infancia con él fue corta, ya que cuando yo tenía 10 años de edad sufrió una embolia a sus tan sólo 42 años de edad.
Por cuatro largos años, mi madre Blanca Alicia Ortiz de Medina empezó su lucha para recuperar al hombre de su vida, a su esposo. Se lo llevaron primero a la ciudad de Monterrey, donde lo mantuvieron a salvo y después estuvo en rehabilitación en diferentes ciudades, como el Distrito Federal y Aguascalientes.
Gracias a Dios y a la lucha incansable de mi madre por recuperarlo, cuatro años después regresaron a casa, cuando yo tenía ya 14 años. Papá regresó hemipléjico, la mitad de su cuerpo del lado derecho estaba inmóvil. Con grandes esfuerzos medio hablaba y caminaba, pero su gran corazón, sus enormes ganas por volver a tomar las riendas de su vida y sus responsabilidades como padre de familia lo llevaron a salir adelante; volvió a manejar y empezó a trabajar otra vez.
Dios nos lo prestó 16 años más. Papá fue un hombre sencillo, nunca tuvo una solvencia económica desahogada, pero era millonario en amigos, la persona que conocía por primera vez la hacía sentir como si fuera de toda la vida; gracias a esa empatía hacía que lo quisieran más. Siempre estaba dispuesto a ayudar a aquel amigo o familiar que lo necesitara, y muchas de las veces de manera anónima. Era el tío consentido de mis primos.
Mis recuerdos de él, es que siempre tenía un buen pretexto para reunir a la familia; llamaba a mis tíos y primos y le encantaba cocinar para todos, en especial en las Navidades. Era toda una ceremonia la preparación de los alimentos, particularmente el pavo y la famosa pierna de venado. Con música de fondo, su copita de vino tinto y junto a mi abuelita Coty, todos, de una u otra forma participábamos en la preparación
de la cena.
Lo que me lleva a reflexionar en esta época y que aprendí de él, es que el mejor regalo que puedes dar es el amor a tu familia, pero el más preciado es el tiempo que inviertas con las personas que amas.
Doy Gracias a Dios por darme un papá maravilloso que siempre estará en mi corazón y mis recuerdos. Te extraño mucho papá y daría lo que sea por regresar el tiempo, besarte, abrazarte y disfrutarte más… haberme tomado una foto contigo esa última Navidad. Quizá esa foto no exista, pero yo la tengo y la conservo en mi mente y en mi corazón.
El 25, la gran fiesta
Vienen a la memoria de don Pedro Alfonso Garza Núñez muchos recuerdos de la Navidad en la casa familiar, de sus abuelos, en familia.
El frío de invierno, el olor a tamales, la inocencia de los niños cuando se habla de Santa Claus son sólo algunas memorias que guarda. Entre tantas, platica que unos tíos de él que eran bautistas lo vistieron de pastorcito con todo y borreguito cargando, para que fuera parte de una
pastorela.
“Yo tenía como cinco años o seis, y mi tía en dos días me hizo el traje. ¡Qué cosa tan maravillosa. Jamás se me va a olvidar!
Los años pasan y uno va creciendo. Eso sí, te casas y es otro tipo de Navidad. Por eso, con mis suegros cenábamos el día 24, pero la fiesta era el 25, estilo americano.
Siempre con la gran comida y los regalos. El pavo y la ensalada de manzana, la familia reunida y el amor de todos sentados a la mesa y rodeando el árbol en Nochebuena, esa era la gran fiesta.
“Han pasado los años y es un recuerdo que conservo mucho”, comentó nostálgico.
La virgen enyesada
Por su parte, a Lolyta García de Garza, esposa de don Pedro, no se le olvida aquel primero de diciembre de 1991, cuando su suegro sufrió una embolia. Festejaron como si fuera Navidad, porque ya no iban a poder regresar. Su mamá hizo todo lo posible para que estuviera la familia presente. El no se dio cuenta, pero la idea era que sintiera la unión de todos.
Sin embargo, también añora las fiestas que hacía su mamá, ya que en Navidad siempre organizaba posadas en la calle donde vivían y la casa familiar era donde siempre se llevaban a cabo. Se juntaba con las vecinas a hacer tamales y la cena terminaba siendo en la casa.
Su papá cada año contrataba un burrito para que paseara por la calle a San José y a la Virgen María, protagonizada por doña Lolyta, quien hasta los 17 años usó aparatos ortopédicos o andaba enyesada.
“Ya sabrás, la virgen andaba enyesada… Ahora me da risa, pero en aquel entonces era divertido”, comentó.
La carta de Santa
Mi primo y yo nos llevábamos de diferencia apenas unos meses; en aquella Navidad teníamos entre 10 y 11 años de edad, respectivamente.
Eramos muy unidos, pero peleábamos mucho, por todo discutíamos y nada de lo que opinara el otro nos parecía. Así fue desde siempre, hasta que una mañana de invierno, al pie del pino estaba una carta con el nombre de mi primo y el mío. ¡Santa nos había escrito una carta! Aunque estábamos emocionados y desconcertados, no podía faltar la riña para decidir quién leería la carta primero. Siempre sucedía lo mismo, así que mi mamá decidió intervenir y la leyó ella.
Santa nos contaba que había estado muy al tanto de nuestro comportamiento en esas vacaciones navideñas y nos explicaba el valor de la familia.
En la carta revelaba que estaba consciente de que en el fondo nos queríamos mucho y que éramos buenos niños, pero que teníamos que entender que la familia era el regalo más hermoso y que un primo era un hermano extra que aún en la distancia siempre estaría cerca. Nos pidió que perdonáramos cada una de nuestras peleas y que fuéramos buenos niños.
Sus palabras resultaron muy emotivas y nos conmovieron tanto que mi primo y yo nos abrazamos, mostrándonos el gran cariño que nos teníamos.
Desde entonces nos volvimos más unidos y las riñas desaparecieron, pues realmente reconocimos que era más grande que cualquier problema insignificante la familiaridad y el respeto que había entre
ambos.
Al final del escrito Santa nos escribió dónde había puesto nuestros regalos, los cuales fuimos a buscar de inmediato y abrimos ilusionados.