La abuelita de Caperucita (Doña Capirucha), tenía poco de haber llegado a la tercera edad, andaba por ahí entre los 63 y los 65 años y, siendo divorciada, llevaba mucho tiempo ya viviendo sola y en paz en su casita propia. Pero estaba aburrida. En ocasiones, el tedio la inclinaba a hacer cosas poco convenientes, como por ejemplo beberse una botella de Merlot mientras se asomaba al portal de Amazon comprando por compulsividad, un montón de cosas que no necesitaba, ropa que no se iba a poner nunca, productos para adelgazar y reafirmar la piel, cremas y maquillajes “milagrosos” que la harían verse más joven. ¡Líbranos Señor de transitar “jarras” en portales de ventas en línea! Y así, frecuentemente, daba al traste con su Pensión del Bienestar.
Pero Doña Capirucha hacía todo lo posible por verse y sentirse bien mientras recibía de frente el azote del tsunami de los años. Años que, sin embargo, no le habían quitado todavía las ganas de vivir, de sentir, de amar de nuevo y de realizar los sueños que le habían quedado pendientes. Así fue como ordenó una de esas lámparas de aro LED, montó en su sala un pequeño “set” y, buscando “amor” se maquilló, se peinó, se vistió muy atractivamente y se echó un clavado hasta las profundidades de esos sitios de encuentros en línea. Puso en su perfil la mejor foto de entre miles que se tomó y luego la pasó por varios filtros para borrarle “detallitos”. Quedó bastante bien.
En su “cacería de amor”, todas las noches se sentaba frente a su computadora con la esperanza cada vez más obsesiva de encontrar al hombre ideal sin considerar que estaba en medio de una jungla de depredadores. Doña Capirucha chateaba con uno y con otro, se reía y se divertía, se ilusionaba y desilusionaba, y así pasaba muchas horas. Había de todo: los que se ponían sexosos muy pronto, los que presumían fortunas que no tenían, los solteros y viudos que estaban casados, y aquellos que, con gran habilidad manipuladora, tienen la capacidad para detectar la vulnerabilidad de las mujeres necesitadas de amor y compañía, a tal grado que saben perfectamente qué decir y cómo decir lo que ellas quieren oír.
Así fue como Doña Capirucha cayó redondita en las garras de un tipo, cuyo nickname en la página de citas era “El Lobo”. Su nombre verdadero era Cutberto. No era de mal ver: muy varonil, todo peludo, cuerpo atlético, ojos grandes de mirada intensa, dentadura perfecta, voz grave y suave, muy seguro de sí mismo, que falsamente se presentaba como que era uno de esos heroicos y altruistas “Médicos sin Fronteras” que salvan niños enfermos en Somalia… Luego de varias sesiones de videollamadas, Doña Capirucha dijo: “¡De aquí mero soy!”.
Con imprudente rapidez, Doña Capirucha se dejó llevar por la confianza. Las conversaciones se fueron haciendo más íntimas, ella soltaba mucha sopa sobre su vida, sus finanzas, su familia, su patrimonio, sus deseos, sus expectativas, sus sueños… y pronto, ya estaban hablando de amor, mientras que, al otro lado de la pantalla, Cutberto, “El Lobo”, salivaba y afilaba sus garras, listo para tragarse de una tarascada a Doña Capirucha, que ya se había puesto de pechito, porque ya habían puesto fecha para pasar de lo virtual a lo real y encontrarse personalmente en algún lugar del bosque.
El día del tan esperado encuentro personal, Doña Capirucha no cabía de la emoción. Se bañó, se puso sus cremas de ácido hialurónico, se depiló, se peinó y acudió a la cita echando tiros, tratando de verse lo mejor posible y ya sin filtros. Se encontraron y todo parecía ir bien. Al caer la noche y seducida por aquel despiadado depredador, Doña Capirucha lo invitó a quedarse en su casita. El resto de la historia ya la sabemos.
Para cuando Caperucita (la nieta) llegó a visitar a su abuelita, ¡anda y vete! Ya no había abuelita. Cutberto, “El Lobo”, se la había tragado viva, se había quedado con todo lo que en la casita había, le vació las cuentas y hasta estaba echado ahí en la cama con una novia más joven. Caperucita le llamó al doctor Leñador (psiquiatra), para que le ayudara a rescatar lo que quedara de su abuela. Y sí, finalmente, Doña Capirucha pudo salir de las entrañas de “El Lobo” al que pronto echaron fuera y por el cual, la abuela había desarrollado una codependencia ciega. Hay que decir que la abuelita quedó en muy malas condiciones: muy triste, deprimida y sintiéndose ridículamente tonta, “El Lobo”, no solo le había quitado el dinero, sino también la confianza, las ganas de vivir. Se veía más vieja y acabada, emocionalmente drenada, triste y decepcionada hasta de sí misma.
Por eso se dice que para todo hay un tiempo en esta vida. Uno ya no puede andar de loca por no poder aceptar la etapa de la vida que nos toca vivir, queriendo amar como ingenua adolescente, en un mundo lleno de depredadores sin escrúpulos.
¡Y colorín colorado, este cuento se ha acabado!