Un día me cayó como balde de agua fría, un golpe de realidad. Mi día a día era despertar temprano a las 6:00 o 7:00 de la mañana, corre a la regadera con un pequeño de 6 años, quien iniciaba su ciclo escolar en primer año de primaria, báñalo o enséñalo a que él lo vaya haciendo solito, de la misma forma, vístelo o enséñalo a vestirse: camisa, pantalón de gala, ropa interior, calcetines, zapatos bien voleados, corbata y mochila con todos sus útiles listos, y la ilusión de que en un abrir y cerrar de ojos será todo un ingeniero (bueno eso es lo que él dice que será cuando sea grande); desayuno exprés, cepillar los dientes, la lucha incansable con esos dos remolinos que parecieran se burlan de mi al quedar igual que cuando empece a peinarlo; lonchera lista y enfilate al denso tráfico camino a la primaria para llegar en punto de las 8:00 am, antes de que toque el timbre y cierren la puerta sin dejarte entrar por algún retraso.
Corre al trabajo y a medio día hazte un espacio para ir a recogerlo en la salida y de ahí haber como te la averiguas para que haga la tarea, que coma a sus horas, descanse un poco o al menos esté en un lugar donde se sienta cómodo y pueda descansar y jugar por la tarde.
En una oportunidad vas a la papelería para comprar lo que la maestra haya pedido para el día siguiente como tarea, saca copias de tal cosa, engargola otra, enmica algún tarjetón escolar y así se te paso el día entre colores, tijeras, trazos, pegamento escolar, etcétera y más etcéteras…
Llegas a casa casi con el alma en rastra, cansada, con sueño, algo de estrés que dejó el día de trabajo, y físicamente con el tanque en reserva, pidiéndole al ser supremo que te de fuerza para hacer la cena y ver los últimos pendientes del día, revisar mochila, tareas, preparar uniforme para el día siguiente de tu pequeño y así todos los días de la semana de lunes a viernes.
¿Todo pareciera un día normal en la vida de cualquier madre no creen? Y tal parece que nadie lo reconoce, mucho menos agradece, y esto es porque decidimos ser madres y ese es nuestro rol, amamos a nuestros hijos y aunque quizá no imaginábamos toda la “friega” que es el ir formando día con día a nuestros hijos, lo hacemos con todo el amor que emana de nuestro corazón.
Me pregunto: ¿El esfuerzo es el mismo en una mamá adoptiva? A veces pienso si Dios también voltea a ver el cansancio de una mamá qué decidió tener un hijo adoptivo; un hijo que, aunque no nació de su vientre, también decidió tenerlo, criarlo, educarlo y dar su vida por él, esa mamá ama a su hijo como si lo hubiera parido; con la misma fuerza, con la firme determinación de no soltarlo y defenderlo como propio; aquí también hay sacrificio, lágrimas, oraciones, cansancio, alegría de ver cada uno de sus logros por muy mínimos que sean. Bien dice el dicho: “Madre (o padre) es el que cría, no el que engendra”.
Mi admiración y respeto a todas esas valientes “madres adoptivas” que decidieron dedicar su vida a sacar adelante a un hijo que no nació de su vientre, pero si en su corazón. Y dije “madres adoptivas” porque pienso que ellos son los que nos escogen para anidar en nuestro corazón y después volar tan alto como puedan soñar. No te canses nunca de amar a ese pequeño ser humano que te eligió a ti para crecer a tu lado. La recompensa no viene de la tierra, viene del cielo. Dtb.
Con cariño.
Su amiga.
Dra. Griselda Reyna
