Por: Alejandra Arellano
Subdirectora editorial
En junio es el turno de celebrar a papá. Sin tanta algarabía, flores y chocolates pero lo festejamos, dándole su lugar en la familia y como columna vertebral en la educación de los hijos.
Ellos no fueron criados de la misma manera que sus padres, sus abuelos ni bisabuelos; el tiempo y las circunstancias se encargaron de “suavizar” los modos. Quien no recuerda aquellas frases que cuando se da la oportunidad repetimos sin remordimiento, y a veces hasta con gracia: “¡Cállate que soy tu padre!”, “¡No me faltes el respeto, vete a tu habitación, hablamos cuando yo lo diga! Y con la pura mirada, fijada hacia el suelo, se obedecía.
A través de los años las cosas cambiaron. En un contexto social diferente de acuerdo a cada época las posibilidades de relacionarse en general son otras.
Pero no hay que confundir el rol de padre con el del amigo; ambas son parte de una simbiosis, pero es necesario establecer reglas y límites.
En el primer caso hay obligaciones, responsabilidades y el amor fraternal insustituible para educarlos. En el segundo: disponibilidad y afecto.
El cuate de mi hijo puede ser su mejor confidente, respetuoso y cercano, y con él disfrutar los momentos más divertidos; igual puede ser con nuestro pa´.
En esta última relación hay que delimitar, lo que permite, reitero, entablar una amistad. Y así cuando se establece en las bases de la confianza, respeto mutuo y el amor incondicional que solo él puede profesar, sin duda podrán chocar los puños o darse cinco con las manos para saludarse como los mejores amigos.
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