Después de una tarde de tráfico, por fin se me hizo llegar al aeropuerto. Logramos arribar a tiempo, a pesar de las marchas y caos en la ciudad que me enloquecen para bien y para mal. Estaba relajada, había pasado una tarde agradable con un gran amigo, disfrutando de una buena comida y cerveza. Mi estado anímico me permitió fluir durante el tráfico, y entre charla y risas se me pasó el tiempo volando. Nos despedimos con la felicidad de haber compartido, aunque fuera un rato, y emprendí mi aventura en el famoso aeropuerto de la Ciudad de México. La amabilidad de las personas con las que me tocó coincidir me hizo seguir con mi buen ‘‘mood’’. Sonrisas y buenos deseos me recibieron hasta que llegué a la tan afamada Sala B. Mi vuelo estaba a tiempo, pero no tenía sala, y así transcurrieron los minutos. Algo parecía no estar bien, de pronto no entendía nada, la gente caminaba de un lado a otro mirando las pantallas como si estuvieran en un estado de borrachera incontrolada, y los nervios colectivos empezaron a hacer efecto en mi cuerpo. Recibí una llamada, empecé la charla y de pronto me di cuenta que una de mis manos estaba más ligera que unos minutos atrás. Colgué. Creo que algo me hacía falta. Al otro lado del teléfono se escuchó: ‘‘¡Ay, mamacita, como siempre!’’. Había perdido mi pase de abordar y mi credencial de elector en menos de diez minutos. Al vuelo le faltaba media hora para salir, y la pantalla seguía marcando que estaba a tiempo, pero no tenía sala asignada. Entré en un estado de alerta y busqué ayuda. El primer mostrador que encontré estaba a cuatro salas de donde yo permanecía. Correteada y exhausta de tanto merequetengue me acerqué un poco apresurada, y sudando, le dije al empleado: “Disculpa necesito de tu ayuda”. Ni me miró y sólo respondió: ‘‘dígame’’. Le expuse mi caso, contestándome: ‘‘un minuto’’. En ese momento se volteó y se puso a atender a una chica sexy que llegó detrás de mí. Sin tomarlo en cuenta conversaba con él, mientras la atendía como si estuviera hipnotizado. No daba crédito a lo que estaba pasando, así que interrumpí su conversación. “Oye, perdona, ¿me podrías ayudar? Necesito de verdad tu ayuda”, a lo que me contestó, sin dejar de permanecer embobado: ‘‘Señora, no es mi problema que haya perdido su boleto. Es su responsabilidad’’. Su respuesta y la actitud de la chica me dejaron helada y tartamuda, así que decidí buscar ayuda en otra parte. Por fin me topé con una mujer de edad avanzada, sin decirle nada me miró y dijo: ‘‘En qué puedo servirte’’. “Estoy nerviosa y enojada. Perdone mi momento, pero necesito ayuda, este aeropuerto no me dice nada, las pantallas informan una cosa, pero mi boleto, que por cierto está extraviado, decía otra. Quiero llorar, pero sé que no puedo perder el tiempo en eso”.
Puso su mano en la mía y exclamó: ‘‘Sí, esto es un caos colectivo. Respira, que te imprimo tu boleto. ¿Tienes otra identificación? Su tranquilidad me llevó de inmediato a un estado de calma, tanto así que sentía ganas de saltar el mostrador y abrazarla. Le dije: “gracias”, recibiendo de su parte esta respuesta: ‘‘estamos para servirte’’.
Me quedo con el segundo momento y el primero lo considero una linda herramienta para entender qué es la compasión, respeto y empatía.
[email protected]
Tels. 929.75.85 al 87. Ext. 106