Con casi doce años de edad, se levanta todas las mañanas con una sonrisa. Lucía sólo vive para la gimnasia desde que tenía cuatro.
Lu, como le dicen sus amigos, es bella, de piel morena, ojos grandes y pelo rizado que se cepilla hasta alisarlo y trenza todo el tiempo porque no le agrada.
Un día, al mirar con su abuela las Olimpiadas, entendió que su pasión por trepar árboles iba más allá de un juego.
Su abuela empezó a llevarla a la unidad deportiva más cercana y mañana tras mañana, de lunes a sábado, pasó de los árboles a las vigas.
Su madre me cuenta que su hija no se cansa. Desde que sale muy temprano a trabajar y regresa ya tarde, la encuentra brincando y practicando en el pasillo de la casa.
Gracias a su dedicación le otorgaron una beca y los retos siguieron apareciendo.
Describe a Lu de complexión robusta, “tirándole a grande”. Cuida mucho lo que come, pero tiende a tener sobrepeso. Es muy dedicada y sigue al pie de la letra las dietas, a pesar de su edad, porque sabe lo que quiere.
Sin embargo, lo que parecía un sueño hecho realidad se tornó para la niña en un martirio, ya que en su nuevo gimnasio empezó el acoso.
Las niñas le dicen “gorda, marrana, cara de pastel”.
“Lo supe por una de sus amiguitas”, me dijo su mamá con lágrimas en los ojos.
Con todo y eso, reconoce, pareciera que tiene un corazón de roble, no se queja ni se rompe, de vez en vez lo suelta.
Lucía le confiesa: “Mamá, esas niñas me molestan y mi corazón se hace pequeño, pero mis ganas de seguir son más grandes”.
Antes de terminar de hablar, se sorprende cuando su hija rompe en llanto, aquella pequeña vivaracha que disfrutaba su entrenamiento ahora no podía dormir, lucía ojerosa y preocupada por su peso y físico. Las niñas no dejaban de molestarla y la entrenadora no la bajaba de gorda.
En ese momento, la madre señala sentirse triste y decepcionada del mundo en el que vivimos; confundida, enojada con la vida, pues no podía concebir cómo podemos fomentar una sociedad tan cruel, desde la niñez.
La realidad es que nuestros niños viven expuestos a la competencia y la crueldad de una forma tan aberrante que es motivo de preocupación.
La incidencia de suicidios es alarmante. ¿Qué hace falta? Ser ejemplo, fomentar el respeto a los semejantes desde casa.
Esta historia tuvo un “final feliz”, pero me hace referencia a la historia que habrá detrás de Alexa, nuestra digna representante olímpica, quien, aunque nos duela, es un reflejo de nuestra sociedad.
Una sociedad que juzga sin sentido ni congruencia y que le pone peso a lo que no lo tiene. ¿Qué queremos para nuestros hijos? Vamos, pues, a ofrecérselos: amor, dedicación, paciencia, educación, respeto y tiempo. Busquemos romper el círculo vicioso, cambiando prioridades y dejando a la competencia de lado, ellos lo agradecerán.
“Esperar” parece el verbo más conjugado en la actualidad, desde pequeños aprendemos a esperar. “Todo tiene su tiempo”, me diría mi mamá, pero esa frase me fue convirtiendo en una persona que empezó a dejar pasar la vida esperando a que sucedieran las cosas.
Mucha insatisfacción y vacíos por doquier rondan el ambiente transformándolo en nauseabundo.
Es un patrón que se vive en la mayoría de los entornos, hay quienes le llaman esperanza, pero la esperanza tiene otra definición. Esperanza es vivir el momento intensamente fomentando que las cosas que quiero sucedan, sabiendo esperar, pero sin perder de vista el aquí y el ahora, con respeto hacia mí misma y mis semejantes, y sin dejar de hacer lo que me gusta y lo que quiero hacer.
Me tocó escuchar entusiasmada, en una reunión, a una mamá que contaba su historia, acababa de vender su casa y me dijo: “hasta el colchón en el que duermo está vendido, hemos decidido buscar suerte en otro país, no sabemos dónde todavía, suena a una locura, pero mi esposo y yo estamos juntos en esta decisión y es lo que siempre hemos querido hacer”.
Le contesté que era afortunada, pero pensé que muchos deseamos un cambio y no lo hacemos por el miedo a la incertidumbre.
Yo decidí desde hace siete años que, pese a lo que fuere y contra la corriente, haría lo que me gusta, aunque el camino fuera más largo. Hoy, desde hace unos meses, tengo este espacio en el que comparto con ustedes sueños que se están cristalizando.
Mis razones para hacer lo que me gusta son lógicas, me dan vida, felicidad y energía para seguir cada día. Además, es el ejemplo que quiero darle a mi hijo y educarlo bajo este ideal de vida.
Hacer o ser lo que nos gusta en una sociedad como ésta suena romántico y casi imposible, pero si quieres, se puede, sólo se trata de ubicarte en tu mundo, plantar los pies sobre la tierra y ¡a darle! Búscate y encuéntrate, eso es el primer reto.