Magda y yo teníamos unos diez años y éramos compañeras de salón en un colegio que estaba (y aún está) por la calle Hidalgo, frente a la plaza de La Purísima. Seguido me invitaba Magda a su casa que estaba en la calle de Padre Mier, muy cerca de la escuela, así que al salir de clases, nos íbamos a pie. Comíamos en el antecomedor, hacíamos luego la tarea -al menos una parte- y el resto de la tarde jugábamos o veíamos tele, en una tele “Zenith” en blanco y negro, chiquita y gordita como la nana Nina, con antena de conejo, que estaba en la cocina. Veíamos primero la novela de El Padre Gallo, luego a Pipo, después la película mexicana de las cinco de la tarde…y después, el resto de la tarea.
Ahí, en la cocina siempre estaba la nana Nina. La recuerdo muy bien. Silenciosa y afanada en sus labores. No medía más de un metro y medio de estatura, toda ella era redondita; su cabeza, su cara, su cuerpo. Vestía siempre igual con sus enaguas largas en un color azul gris y una blusa yucateca en color blanco que resaltaba su piel morena. Se peinaba con una tranza que colgaba por su espalda hasta su inexistente cintura. Lo sé porque la punta de la trenza llegaba hasta donde se ataba el delantal. La nana Nina no tenía edad; no sé si contaba treinta, cuarenta, cincuenta o más años en su haber.
Nunca salía, solo iba a misa en la iglesia de La Purísima y nos llevaba a Magda y a mí. Invariablemente se ponía un pequeño velo de encaje negro en la cabeza antes de entrar a la iglesia. Nunca entró con la cabeza descubierta. Y tampoco sabía yo por qué, aunque hubiera poca gente, ella siempre se sentaba en las bancas de atrás. Hasta que una vez me dijo que en su pueblo así se acostumbraba: que los “blancos” se sentaban adelante y “su gente” siempre atrás…Magda y yo nos sentábamos con ella…atrás.
A las seis de la tarde en punto, ya casi al final de la película mexicana, (mis favoritas eran las de Tin-Tan) la nana Nina se ponía a hacer tortillas de harina. Yo la observaba de reojo. Sacaba la harina, la manteca, un poquito de Rexal, algo de sal y agua.
Amasaba y amasaba con sus manos de dedos gruesos y cortitos. Masajeaba aquella masa con tal paciencia y sin prisa gracias a que mientras lo hacía, murmuraba alguna letanía o algún rezo. Luego dejaba que la masa reposara un poco, después le pellizcaba pedazos y hacía bolitas… muchas bolitas exactamente del mismo tamaño todas mientras calentaba el comal de fierro negro. Espolvoreaba harina sobre la cubierta del gabinete y aplastaba cada bolita de masa con un palote de madera y luego las ponía en el comal.
¡Dios de mi vida! ¡Si la gloria y el cielo tienen aroma, deben oler como las tortillas de harina de la nana Nina! Era espectacular ver cómo cada tortilla se ponía pecosa sobre el comal caliente, la volteaba pescándolas de la orilla con la punta de los dedos y la tortilla se inflaba como un globo. Luego las echaba en un cesto de mimbre y las arropaba con un paño de algodón para que no se enfriaran. Una vez listo el altero de tortillas, machacaba los frijoles cocidos en olla de barro y los freía en sartén con manteca y chorizo. Ya eran las siete de la noche. Y, sin mediar palabra, la nana Nina nos ponía en la mesa un vaso de leche con Quik de chocolate (y a veces de fresa) y en un plato de plástico, tres taquitos de frijoles con chorizo en tortilla de harina recién hechas. ¡No hay placer más grande ni mejor forma de cerrar el día que así…eso es la felicidad, sin duda!
¿Qué habrá sido de la nana Nina? Supongo que se ha ido al cielo donde cada tarde, antes del anochecer, le prepara tacos de frijoles refritos con chorizo en tortillas de harina a Dios mismo y a toda la corte celestial, ganándose a pulso un lugar de honor mero adelante junto al Creador.