El pesimismo es una actitud aprendida; porque, “el que se quema con leche, hasta al jocoque le sopla”. No nacemos pesimistas; nos volvemos así. El pesimismo es un mecanismo de defensa ante el dolor que podría causarnos “otra” posible decepción. Lo ideal es, como dicen: “Esperar lo mejor y prepararnos para lo peor”. Pero el pesimista, no solo no espera, lo mejor, de hecho ya nada bueno espera, sino que espera lo peor y se prepara para la catástrofe. Los pesimistas suelen vaticinar y pronosticar el peor escenario posible y en ocasiones suelen provocar que su profecía se cumpla.
El pesimismo es un sufrimiento anticipado y autoinfligido. Es dar por hecho que nada bueno puede suceder. Y sí, pueden suceder cosas malas, la adversidad es parte de la vida, pero no es toda la vida. El pesimismo es un mal ánimo que debilita el espíritu. Se alimenta de desconfianza, de temor, de inseguridad, de suspicacia y de sospechas. Carente de fe y esperanza, el pesimismo le niega a la vida toda posibilidad de sorprendernos. De hecho, los pesimistas crónicos están ciegos ante las maravillas y los milagros que suceden todos los días frente a sus ojos. Incapaces de ver lo bueno que también sucede o puede suceder, se aferran a todo lo malo como la única evidencia de que no vale la pena creer que también suceden cosas buenas. Para el pesimista, la realidad ha sido, es y será pésima, siempre e invariablemente.
El pesimismo no es, por mucho, “vacunarse” contra la adversidad. Por el contrario, es inyectarse una dosis de adversidad constante. Aceptar que la adversidad es parte de la vida, no es lo mismo que instalarse en un estado de negatividad permanente. Es amargura pura. El pesimista no cree que la adversidad pueda superarse, porque para eso habría que tener cierto optimismo. Solo los optimistas saben que lo posible, está detrás de cada obstáculo librado, de cada adversidad superada, de cada problema resuelto, de cada desafío enfrentado. Pero, para el pesimista no hay esfuerzo que valga la pena, convencidos de que todo irá de mal en peor, y en su actitud derrotista contribuyen a que su triste pronóstico se cumpla.
Hoy, el mundo -en todos los ámbitos- está plagado de pesimistas, de catastrofistas, de maledicentes, de “aves de mal agüero” y de nubes negras que se engolosinan difundiendo argumentos deprimentes, como si se tratara de un concurso para ver quién puede ofrecer la peor noticia, el más oscuro escenario para desahuciar a la humanidad, tratando de convencer a todos de la imposibilidad de encontrar soluciones. Los pesimistas pierden mucho tiempo y energía en argumentar el “porqué no” y estorban a los que se avocan a encontrar el “cómo sí”.

A FIN DE
CUENTAS
El mundo debe desaprender el pesimismo porque no nos sirve de nada y sí estorba mucho. Debemos “rehabilitarnos” y superar la adicción al pesimismo. Ningún pesimista ha aportado algo bueno al mundo. Todos los logros, todos los grandes descubrimientos, los maravillosos avances científicos, los logros sociales, los increíbles inventos, los triunfos sobre la opresión, la conquista de las libertades… todo ha sido el corolario de los esfuerzos de aquellos que creen, de los que tienen esperanza, de los que no se rinden…todo se lo debemos a los optimistas que incansablemente se